Quizás no sea así, y realmente deseara mantener a flote esos
mástiles con todas sus fuerzas, puede que procurando aguas tranquilas una y
otra vez haya sido sumergido en tempestades.
Tal vez, después de todo, siempre miró las listas de
fallecidos deseando con una esperanza
absurda no encontrar ése nombre. Porque al final, nunca tuvo más
ambición que seguir la estela de la goleta, subir en vapor al bergantín o
rizarse en la espuma que precede a la fragata. Tal vez, y sólo tal vez, hubo un
momento en cada travesía en el que llegó a pensar que esa vela sería aquella,
la acertada, la que le llevaría a puerto.
¿Pero a quién le importa? No fue así, y aún tenemos esa
línea infinita que es la única que delimita una frontera azul con aquella más
azul todavía, si aún podemos seguir sin tocar fondo largos años gracias al vaivén,
a la cuna del tritón que te mata de un modo tan poético. Donde somos tan inmensos como cabeza de
alfiler.
Si no hay nada al norte ni al sur, ni al este ni al oeste,
sólo hacia adentro, donde no se empeñen en decirte cómo eres y qué pretendes
hacer sin consultarte, ni los más fieros capitanes atados a sus mástiles
astillados podrán llamarte por tu verdadero nombre, y eso, lamentablemente, te
hará inmortal.