martes, 6 de julio de 2010

Pero entonces

Duerme tranquila la conciencia en su lecho de incógnito.



Muere la inocencia bajo nubes de plomo, disfrazada de ignorancia por aquellos que repudian el pétalo, la nota y el balido.



No hay escarcha, no hay niebla, ni estrellas ni coral en el lecho.



No hay silencio, no hay lugar para la vida sin objeto, sin excusa, porque sí.



Mientras llenamos sacos con libros tiritantes, adormecidos, cuando la plaza arde y consume fuerzas, voluntades, amores y nostalgias. Como una estela de única dirección, la muerte de las hadas, delirantes, consumidas por la fiebre del progreso y el abandono del ser humano.



Y yo, sólo en la avenida, desnudo, dando palmadas desesperadas que nadie escucha, porque a nadie importan.

Pero entonces un eco de cien latidos, cien miradas encendidas rompen la risa macabra y disparan al corazón de la mentira una bala de libélulas que volando parece que cantan.



Rompe a llorar la frontera impasible y explota una sonrisa de un millón de años y de un segundo, un secreto, una calma repentina, un deseo.

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