lunes, 27 de diciembre de 2010

a la espera.

Uno, dos, tres golpes de reloj, las tres de la madrugada y, a pesar de la oscuridad y del silencio, le resultaba imposible conciliar el sueño. Esa noche debía ocurrir, todas sus faltas, sus pecados, caerían sobre su cabeza como hacha de berdugo en su justo descenso hacia un final atroz a la par que legítimo. No había escapatoria, por más que se repitiera que era algo necesario, que sus razones eran nobles, nada le salvaría de la hoja.

Llevaba el mismo traje que aquella noche, sentado en el sillón de la casa familiar dejaba pasar las horas frente al enorme reloj.

El sonido de neumáticos en el exterior le daba pistas sobre el inminente final.
Habría podido huir, alejarse de aquel lugar y escapar de la justicia, quizás, pero no hubiera podido escapar de sí mismo. Por eso se quedó.

El tacto frío de la desert eagle en la mano le agijoneaba el cerebro una y otra vez, lentamente dejó el arma en el suelo junto al reloj, lo suficiente alejada como para no suponer una amenaza. Y después, el silencio.

Sólo se lamentaba de que su familia estuviera allí para verlo todo, de no haber tenido tiempo de fijar otro lugar para terminar con aquello, quizás, algún día pudieran perdonárselo.

Unos sengundos eternos le hicieron pensar que provablemente hubiera sido una falsa alarma, quizás sólo hubiera sido un becino con prisas, pero el golpe en la puerta lo sacó de su error.

Entre Gritos y luces cegadoras aparecieron como sombras y destellos.
- ¡Al suelo! ¡He dicho al suelo!.

pasos, órdenes y crujidos y unas manos que lo empujaban hacia abajo mientras el cañón de un rifle se apretaba contra su cráneo.

Un impacto seco en las rodillas lo postró y una mano enguantada le levantó la cabeza cuando sus ojos se cruzaron con los de sus padres.

-Lo siento.
apenas un susurro, un jadeo.

Sabía lo que venía ahora. Muchos habían sido ajusticiados de la misma manera, una ejecución rápida, sin juicio, sin jurado, una solución eficaz para los insurgentes, un mensaje claro para los que quedaran.
Y entonces era como si el tiempo se hubiera parado.

-¿Qué es esto? ¿quiénes son estos señores?.

Nadie se atrevió a responder.

- Íñigo, ¿qué te están haciendo?
- Ve adentro, abuela, no pasa nada, vuelve a dormir.

La abuela, en su camisón raído y sus zapatillas, se movía con dificultad sujetándose a los muebles cercanos hasta su nieto y el soldado que lo tenía inmóvil en el suelo.

- Mi niño, ¿Por qué te hacen esto? ¿has hecho algo malo?

- No abuela, sólo me quieren hacer unas preguntas.

Ella soltó su asidero y se irguió todo lo que el peso de los años le permitieron, encarándose con el soldado, con todos los soldados a la vez.

- Quiero que sepan ustedes una cosa, Iñigo es un buen chico, no tienen derecho a hacerle esto, es mi nieto, ha trabajado muy duro para ayudar a sus padres, nunca nos ha pedido nada y siempre es amable con nosotros, no se atreban a hacerle daño.

la mirada de la anciana se movió del joven a las figuras negras barias veces, aunque ya apenas podía ver, la voz antes temblorosa ahora sonaba firme y resuelta.

- No tienen derecho a tratarle así, por dios, es mi nieto, no se atrevan a tocarle un pelo.

la pausa duró aún unos segundos mientras la anciana respiraba forzosamente. El soldado titubeó, miró a su superior y volvió a mirar al joven.

- Lleváoslo, le interrogaremos.

Lo alzaron a la fuerza y mientras se lo llevaban todos no pudieron más que observar con impotencia.

Fué la última vez que la vi, cuando calló el régimen ocho meses después y quedé libre, me dijeron que ella había muerto. Lo que quizás nunca supo, es que me había salvado la vida.

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