lunes, 12 de abril de 2010

A muerte

El timón estaba tirado en la cubierta, un trozo largo y plano de metal que en su momento había estado conectado al puente de mando permitiendo el control de la nave.

uno de los dos hombres estaba de pie, junto a él, mirándolo fijamente con una barra de hierro en la mano derecha. El otro hombre yacía en el suelo sin moverse, sin respirar. Un furioso golpe en la sien había acabado con su vida.

El piloto había tirado con fuerza del timón, había gruñido de dolor al izar el pesado objeto sobre la barandilla con la intención de arreglarlo para poder llevar el barco a puerto sano y salvo, para dejar de vagar sin rumbo.

Fue ese momento en el que el Capitán le atacó, saltó sobre él como una bestia y apresó su cuello con una fuerza inaudita en un hombre de su edad y en su estado. El piloto aturdido notaba como la vida se le escapaba entre las garras del demente, luchando por no perder el conocimiento buscó a tientas el rostro de su agresor, pero el capitán tenía la fuerza que da la locura, había perdido todo atisbo de humanidad, se aferraba a su garganta como si su propia vida dependiera de ello, como si no hubiera vida, como si sólo hubiera violencia en su mirada: furia, terror, como si él mismo fuera el mar, la tormenta que los había lanzado a la deriva, como si se hubiese fundido con esa demencia elemental que controla el viento y el agua cuando la destrucción es la clave.

Entonces, durante un segundo, el piloto miró a la cara de su atacante, pero no le vio a él, vio a otra persona, un tercer hombre joven y ajado, hambriento, consumido. No era él, pero sí lo era al mismo tiempo, se vio a sí mismo arrancándose la vida cruelmente.

La locura lo volvió contra sí. vio la casa avandonada, escuchó la canción, se lanzó hacia adelante y se empujó con su propia garganta a punto del colapso a sí mismo contra la cabina del timón. El otro soltó su presa a causa del dolor y ambos cayeron al suelo exhaustos, arrastrándose por el suelo con las contradictorias ideas de huir de allí y de matar a aquél que tanto daño le había hecho.

De nuevo se lanzaron los hombres el uno contra el otro, los dientes se clavaron en la carne, los rostros fueron machacados a base de golpes, uno calló al suelo, el otro corrió hacia él. Pero un hierro oxidado marcó el final de la trifurca, un golpe seco primero, una caída después y el lento camino de la sangre por la cubierta.

El hombre permaneció allí, de pié, tan inmóvil como el muerto, mirando el timón con los ojos muy abiertos, respirando esforzadamente con el enjuto cuerpo tenso aún.

El resonar metálico marcó la caída del hierro a la cubierta, el hombre lloró, lloró amargamente por no entenderlo, su mirada ígnea mantenía la furia de la tormenta y fue entonces cuando lo entendió.

Estaba solo en la cubierta, no había nadie más, ni vivo ni muerto, estaba solo, siempre lo había estado, había luchado contra el mar, contra la tormenta, contra sí mismo y había ganado. Ahora lo entendía.

Cayó al suelo y durmió profundamente mecido por el mar, ahora en calma.

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