domingo, 23 de enero de 2011

érase una vez un silencio.

Esta es la historia corriente, simple, y sencilla de algo tan cotidiano y tan común como puede serlo cualquier otra cosa cotidiana y común.
Lo han llamado de muchas maneras: asesino de palabras, espina incómoda, enemigo a evitar, mal menor, mal augurio… yo lo llamo simplemente silencio.
Pues resulta que un día silencio, cansado de vivir apartado del bullicio de las grandes ciudades, decidió instalarse entre dos personas, eligió a dos que se quisieran mucho, un padre y un hijo, con la esperanza de recibir el calor que ellos se daban.
Poco a poco vio cómo ambos se distanciaban, se marchitaban, apartaban la mirada y evitaban el trato del uno con el otro, por lo que al final decidió marcharse, mientras un “te quiero” sonaba al otro lado de la puerta recién cerrada.
“a lo mejor los amantes son más constantes en sus relaciones” pensó silencio. Y allí que fue a buscar a la pareja más cálida que pudo encontrar. Él era alto, moreno, de anchos hombros y manos trabajadoras, no demasiado inteligente, pero bueno de corazón. Ella era pequeña y frágil, viva, animada, y aunque un poco ingenua, auténtica en sus sentimientos.
Se acurrucó entre los dos, expectante, les abrazó para sentir el calor en aquel invierno tan frío, pero pronto llegaron otros. Celos, desconfianza, amargura y rencor se le unieron y pronto fueron tantos los que abarrotaban el pequeño piso de la pareja, que ella decidió marcharse.
Silencio aprovechó el instante para huir, y no se volvió para mirar atrás cuando la voz de él pronunció un: “Lo siento, por favor, quédate conmigo”.
Perdió de vista a los demás, y se encontró a sí mismo bajo la lluvia como un perro abandonado buscando algún ser humano al que acercarse.
Entonces vio a la chica pelirroja, empapada, temblorosa, con la cara hundida en las manos y cientos de papeles mojados esparcidos por el suelo. Se quedó junto a ella, pero no le ayudó en nada, sólo acentuaba su lamentable estado. Y a punto estuvo de irse cuando una mano lo agarró y lo convirtió en bufanda, en paraguas, que cubrieron a la chica pelirroja. Ella alzó la vista y vio al señor mayor que la miraba con cara de viejo sauce y le tendía una mano cristalina y huesuda, pero firme como una raíz. Ella la tomó, y poco a poco se levantó. Juntos fueron a un café cercano.
Con una taza humeante de chocolate en las manos ambos entraron en calor. Él se quemó la lengua sin querer e hizo una mueca rara, ella rió tímidamente sin hacer ruido. Se miraron, sonrieron, tomaron chocolate y volvieron a sonreír durante horas, a veces ella se perdía en su propio interior, pero él esperaba paciente al siguiente sorbo de chocolate.
Silencio estaba atónito, contempló cómo al salir del lugar ella abrazó el cuerpo encorvado y achacoso de él, y silencio se sintió parte de aquello, tan feliz, que no le importó que su último instante, el momento de su muerte, de su despedida, se bordara con un profundo y sincero “Gracias”.

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